Por Ángeles Álvarez (@AAlvarezAlvarez)
Más allá de las declaraciones de solidaridad en torno al Día Internacional contra la Violencia hacia las Mujeres y de las condolencias que se manifiestan cada vez que hay una víctima mortal, es esencial profundizar en cómo debemos enfrentarnos de manera eficaz a este problema social.
Digan lo que digan algunos opinadores tóxicos, la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género (LOIVG)está resultando efectiva para muchas víctimas, a la vez que está poniendo en evidencia algunas carencias y apuntando algunas necesidades. Las miles de mujeres protegidas y auxiliadas a las que se les repara el daño así lo demuestran. Los propios datos sobre víctimas mortales también lo mostrarían si el Estado hubiese tenido sistemas de seguimiento anteriores al entramado de apoyo, protección y reparación, puestos en marcha por la Ley contra la Violencia.
Sépase, por ejemplo, que el año en que fue asesinada Ana Orantes (1997) otras 90 mujeres sufrieron su mismo destino y que durante la década de los noventa, las organizaciones de mujeres contabilizaron una media de 74 asesinatos anuales, frente a los 40 que contabilizó el sistema estadístico del Ministerio del Interior. Las organizaciones de mujeres pusieron en cuestión los datos oficiales de la época, que quedaron inutilizados a efectos estadísticos al hacerse evidente que el Ministerio del Interior no contabilizó en ese indicador a las mujeres que estaban en una relación de noviazgo y solo incluyó a las que mantuviesen una relación «oficial». No fue hasta 2002 que Interior modificó sus criterios para incluir la palabra «análoga relación» e incorporar en el balance el conjunto de las relaciones afectivas, estuviesen o no «legalizadas».
Hoy las estadísticas son más fiables e incorporan cruces con otros indicadores que permiten identificar problemáticas específicas. Por ejemplo, antes de la aprobación de la Ley Integral, la mayoría de las mujeres asesinadas habían denunciado previamente. Sin embargo, los datos nos indican que en los crímenes de los últimos años, y tras la puesta en marcha de los instrumentos de protección, las mujeres que fueron asesinadas nunca se acercaron a los juzgados o comisarías a demandar protección. Y, entre el 70 y 80% de estas víctimas, nunca denunciaron a su agresor.
Cabe deducir dos cosas: que, en líneas generales, la Ley funciona, ya que el sistema es capaz de activar la protección y dar seguridad a las víctimas. Pero, también, que los sistemas de detección de situaciones de riesgo no existen, o no resultan eficaces, salvo que haya una demanda expresa por parte de las víctimas.
Es evidente que, en estos momentos, la principal tarea del Estado, más allá de sostener y reforzar lo conseguido -en términos de protección y reparación- es saber cómo llegar a las mujeres que, estando en peligro, no se acercan al sistema.
En materia de violencia de género, los/as profesionales y especialistas insisten en recordarnos que uno de los principales problemas a la hora de establecer una relación reparadora con las víctimas estriba, precisamente, en las dificultades que las mujeres tienen de identificarse como tales. También saben que esto ocurre como consecuencia de un comportamiento peligrosamente adaptativo frente a los reiterados episodios de violencia. La mayor parte de las mujeres que padecen algún tipo de violencia de género están convencidas de que sus circunstancias no se van a modificar o sienten temor a que se produzca una agresión aún mayor hacia ellas o hacia sus seres queridos, y esto las lleva al silencio.
Estar inmersas en una sistemática de abuso lleva a muchas mujeres a perder toda capacidad de reacción y, a muchas otras -sin opciones reales de salir de la relación violenta-, a articular comportamientos adaptativos como estrategia de supervivencia y que les supone asumir y normalizar esa forma de vida. Pero, normalizarlo no implica soslayar el riesgo… ni, mucho menos, el daño. El maltrato siempre es nocivo para su salud y pone en peligro su seguridad.
En términos de salud, existe una sintomatología específica, ya conceptualizada como síndrome, con malestares que son consecuencia directa de un abuso sistemático. Esto es perfectamente conocido por los especialistas sanitarios. Se conoce suficientemente que la indefensión aprendida supone una deficiencia cognoscitiva emocional y conductual que retiene a las víctimas en la relación abusiva. Esa adaptación silenciosa se manifiesta con síntomas corporales y trastornos psicológicos que son claramente identificables en una consulta médica.
La intervención para erradicar estos comportamientos adaptativos de las víctimas compete al ámbito sanitario, psicológico o psiquiátrico. Lo curioso es que esta sintomatología no halla, de momento, acomodo en la historia clínica.
La cuestión es la siguiente: las instituciones están siendo capaces de proteger mejor a aquellas mujeres que demandan protección y reparación al Estado, pero el principal problema que ha de afrontar en estos momentos el Estado se halla en aquellas que aún no han tomado conciencia del peligro, las que se hallan paralizadas por el miedo y por tener atenazada su voluntad.
Identificado el problema, ¿cómo actuar para avanzar en las soluciones?
El nudo gordiano del problema está en aquellos casos a los que el sistema es incapaz de llegar. Parece evidente que si existe una sintomatología sanitaria, psicológica y psiquiátrica específica, se abre un espacio clave para intervenir en el ámbito sanitario.
Desde 2007 existe un magnífico protocolo sanitario -recientemente actualizado-, para la detección precoz e intervención continuada y al servicio de las mujeres sometidas a violencia de género o en riesgo de padecerla. Sin embargo, la lectura detallada del protocolo sanitario pone en evidencia que, para que sea efectivo, es preciso avanzar en:
- introducir un indicador obligatorio de identificación de violencia en las historias clínicas
- unificar la historia clínica de primaria con especialidades para mantener la continuidad de los cuidados
- aplicar criterios de seguimiento similares a los de atención por riesgo suicida, que obliga a contactar con los pacientes para realizar seguimientos
Por supuesto que todo esto supone compatibilizar los soportes informáticos de seguimiento en los servicios de urgencia, atención primaria y salud mental. Los elementos clave serían los siguientes:
- coordinación y transmisión de información entre profesionales
- identificación de indicios
- registro de las situaciones de abuso o maltrato crónico
- estimación del grado de prevalencia del maltrato contra la mujer
Esta sería la manera de introducir elementos de seguimiento estadístico, ahora inexistentes, y que, a su vez, nos permitiría cuantificar el número de lesiones incapacitantes como consecuencia de este tipo de violencia, lo que, en la actualidad, no es posible. Hacerlo no es fácil. Es preciso realizar un análisis de las necesidades técnicas, operativas y legales necesarias para la implantación de los instrumentos que permitan sistematizar, en las consultas médicas, esta información de seguimiento e identificación de las lesiones que se generen por la violencia de género.
Dada la complejidad y amplitud de las circunstancias que cabe considerar para incluir en las historias clínicas estos indicadores, es necesario un estudio previo. Esto sí, es ineludible. El Grupo Socialista en el Congreso acaba de proponerlo y ha sido aceptado unánimemente por el conjunto de los grupos de la Cámara. Al actual Gobierno le compete poner en marcha la tarea de lo que, entiendo, será un paso decisivo para acercarnos a todas aquellas a las que no llega el sistema de Justicia, pero que están en riesgo. A nosotros, desde la oposición y después de haberlo propuesto, también nos compete vigilar que se haga.
Personalmente creo que, más allá de las declaraciones de solidaridad o condolencias, estas son acciones concretas y tangibles que nos permitirán avanzar y profundizar en el desarrollo de los mandatos de la Ley Integral.
Publicado en el Huffington-Post (Ver el artículo en la fuente original)