En los últimos años se ha experimentado una afluencia creciente de mujeres que migran, no para acompañar a sus esposos, sino de manera independiente. Se ha bautizado este hecho como la feminización de los flujos migratorios. Mujeres que huyen de guerras o conflictos, que abandonan su país de origen con la esperanza de buscar una vida mejor para ellas y su familia y que se convierten en mano de obra barata en el país de destino, ocupando vacantes que se concentran en los trabajos más precarizados y también en los más duros físicamente.
Así, mientras que no solo mejoran la vida de las personas sino también la economía de los países de llegada, son objeto de discriminaciones varias y de situaciones de desigualdad, enfrentando situaciones de acoso laboral y sexual, marginadas por su origen o raza. Situaciones que no conocemos hasta que se publican en medios de comunicación, en muchos casos gracias a la valentía de las denunciantes y al trabajo de profesionales de la comunicación comprometidas con la igualdad y los derechos humanos. Cada vez se declaran más situaciones como éstas. No son casos aislados, sino que el abuso y la violencia es un denominador común por el que parece hay que pasar si se quiere mantener uno de esos trabajos. La prioridad de ofrecer un espacio laboral seguro para las mujeres desaparece, y aun siendo conocido ese abuso y explotación no se erradica por completo.
Por si todo lo anterior no fuera suficiente manifiesto para hacerse una idea de cuál es el imaginario social de una mujer migrada, pueden hacerse una idea si mostramos la otra cara de la migración: mujeres que integran los hervideros de explotación sexual en este país a manos de hombres que comercializan con ellas como harían con cualquier mercancía, y que a diferencia de éstas el ingente provecho económico resultante es difícil (por no decir imposible) de contabilizar.
Como difícil de calcular es todavía la población inmigrante de mujeres a través del padrón u otros medios oficiales. Las estadísticas más fiables son el testimonio que encontramos de la mano de organizaciones y asociaciones de mujeres que se agrupan en nuestras calles y barrios, como Mujeres Pa’lante o Las Poderosas, la voz silenciada que lucha por visibilizar su situación y sus demandas. Ellas mejor que nadie conocen el origen y el pretexto de existencia estas brechas.
Muchas dejan a sus hijos e hijas en su país de origen para dedicarse al cuidado de las hijas e hijos de otras mujeres, de familiares en situación de dependencia o de cierta edad. Así se retroalimenta el fondo de la cuestión que señala hacia la feminización del trabajo de cuidados.
Uno de los escoyos principales para conseguir su objetivo es el obstáculo administrativo que les impide regularizar su situación legal en España. Esto acarrea la oposición institucional para acceder a derechos, recursos de reagrupación familiar, acceso a vivienda o derechos laborales, entre otros. Pero en caso de que el apoyo administrativo prospere, aún cuentan con otras brechas menos aparentes en una sociedad avanzada, como es la brecha digital, una alfabetización digital nula o escasa, barreras de acceso a un ordenador o a internet o a una conexión wifi; todos ellos procesos tecnológicos de primera necesidad cuando se pretende mantener los vínculos o integrarse en la nueva comunidad, limitación que por lo general está relacionada con la falta de medios económicos.
Saben que estar fuera de las redes públicas significa desprotección y vulnerabilidad, así como desaparecer de los espacios en donde se proyecta las tomas de decisiones. Conseguir esa voz es el objetivo común de todas las mujeres.
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Por Makechu Antón García – Voluntaria de Fundación Mujeres