Tras los atentados ocurridos en Francia durante los últimos meses, el país galo vuelve a abrir el debate en torno al uso de determinadas prendas de índole religiosa.
La polémica prohibición del “burkini” en algunas playas francesas (principalmente de la costa azul) pone de manifiesto la división de opiniones entre las filas del ejecutivo. Por un lado, el primer ministro Valls encabeza la defensa de este tipo de medidas, frente a otros y otras compañeras de partido, como la ministra de educación Najat Vallaud-Belkacem, quien aporta complejidad a la discusión alegando nuevos factores, tales como la potencial peligrosidad de los recortes de libertades fundamentales en pro de la defensa y la seguridad del país.
En los últimos días dos nuevos sucesos volvieron a encender las posturas. La primera en Cannes, donde 3 mujeres fueron multadas en la playa por llevar dicha prenda; la segunda ocurrida el pasado miércoles en Niza, dónde otra mujer fue instada por las autoridades municipales a retirar el pañuelo de su cabeza.
Esta nueva contienda reactiva diversos campos reivindicativos tales como la xenofobia, el racismo y la marginación que a menudo golpea a la población migrante, y que acostumbra a cebarse con especial ahínco sobre las mujeres. Dicha población femenina, constantemente presa de la exclusión por diferentes causas, debe lidiar una vez más con otro nuevo obstáculo: El particular peso que ejerce sobre ellas la defensa de la cultura y las tradiciones.
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