Hay escenas de Custodia compartida (Jusqu’à la garde, 2017) que se han quedado grabadas en mi memoria por muchos años, una de las mejores películas que muestran la violencia machista en el contexto de una separación conyugal, sin filtros.
Lejos del almibarado de otras ficciones con sello americano, Custodia compartida profundiza y nos muestra una realidad más habitual de lo que creemos; sin necesidad de exagerar o de alarmar, es el altavoz que dirige nuestra atención al momento en que suele comenzar la pugna por los derechos y deberes de cada cónyuge, destapando varios tipos de violencia que coexisten antes, durante, y lamentablemente también tras el proceso de algunas separaciones: violencia vicaria, violencia económica, violencia sexual, etc.
Si algo transmite esta cinta es la sensación de frustración e impotencia, la fragilidad ante la fuerza que ejerce la violencia psicológica, y ya al crecer en intensidad, la violencia física. La historia duele y se termina palpando como si fuera propia.
No esperéis ver un melifluo con papá o con mamá (Kramer contra Kramer, 1979) ni el estereotipo de película sangrienta con final feliz en el que su protagonista -lucha encarnizada mediante y la ayuda de una red que apoya a mujeres en situación de violencia machista- salva a su hijo de un padre maltratador (Nunca más, 2002), porque Custodia compartida va mucho más allá, y lo hace con minuciosidad e imparcialidad. Lo que refleja la película es parte del proceso de una separación en la que existe una situación de violencia generalizada, que en muchos casos pasa inadvertida para el público ajeno, e incluso para las instituciones, que prefieren no ahondar y seguir la línea que marca lo políticamente correcto, lo que se ve, lo que saben manejar.
Ninguna teoría puede expresar de forma tan fidedigna las entrañas de una separación y la lucha por la custodia de los y las menores implicadas en estas tesituras de conflicto extremo. Nos echamos las manos a la cabeza cuando conocemos de algún feminicidio a través de los medios de comunicación, cuando esos mismos medios no suelen ir más allá ni indagan lo que se esconde bajo la punta del iceberg.
Un estudio de campo realizado por el Instituto Navarro para la Igualdad INAI a través de la Fundación IPES muestra el resultado de entrevistas y testimonios personales a mujeres de 35 a 47 años. Como resultado atestiguan que ellas son las que comienzan las demandas de separación o divorcio, en su mayor parte como resultado de una causa de malestar o por no ser reconocidas, y en ningún caso por desenamoramiento. Para otras es una forma de escapar de la violencia que viven en su hogar.
La ley que intenta combatir la violencia vicaria no se ha decretado hasta finales del año 2021, y no es ninguna panacea, precisamente por la duda ante la incoación del proceso que aún persiste en una amplia parte del sistema judicial actual, en donde al carecer la magistratura y autoridades judiciales de una educación real en violencias machistas e igualdad en ocasiones sólo entorpecen la salida de las mujeres y menores de ese círculo vicioso en el que se ven atrapadas (La última gota, 2015).
Gett: el divorcio de Viviane Amsalen (2014) calmará la sensación de oscuridad y pánico que hemos visto con Custodia compartida, pero no deja de sorprendernos por su vigencia en el siglo XXI. En otros países aún se requiere permiso del varón para separarse: en Israel, el famoso Gett o licencia de consentimiento marcado por las leyes del Talmud de los siglos IV y V, procesos que suponen una encarnizada espera media de diez años, en donde algunas mujeres ofrecen la vivienda o alimentación para conseguir el ansiado papel que haga efectivo el divorcio.
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Por Makechu Antón García – Voluntaria de Fundación Mujeres