Los desahucios tienen rostro de mujer

Los estudios de impacto de género tras la pandemia de la COVID-19 revelan que la brecha de género afectará a una generación más de mujeres que la sufrirán, y es que la pandemia ha incidido en los trabajos feminizados y ocupados en su mayor parte por mujeres. A raíz de la pandemia se visibilizó más aún la situación precaria de muchas familias, en su mayoría monomarentales, poniendo en la calle a miles de mujeres que ya se codeaban con la inestabilidad laboral antes de ser confinadas.

Según datos de la ONU, el 70% de personas en el mundo afectadas por la pobreza son mujeres.  La feminización de la pobreza pone de relieve la desigualdad que padecen las mujeres no solo a la hora de acceder a determinados puestos de trabajo, sino también el porqué no lo hacen.

Las condiciones de un trabajo precario, o mal pagado, o la imposibilidad de conciliar, devienen en situaciones que desdibujan la seguridad de un hogar de manera progresiva, afectando no solo a las propias mujeres, sino a las personas que están a su cargo. Coincide que estas mujeres ocupan puestos de trabajo que apenas requieren de cualificaciones y, por tanto, mal pagados y en su mayoría precarios; como los trabajos de la esfera de cuidados.

Dentro de este subterfugio de pobreza, se encuentran los desahucios. En 2009 surgió la Plataforma de Afectadas por la Hipoteca (PAH) para luchar contra los desahucios tras la crisis mundial del 2008, inicialmente ligados a hipotecas, pero enseguida se extendió hacia la contención de las expulsiones provocadas por la subida y la imposibilidad de hacer frente a los alquileres. Según datos de la PAH se han producido más de un millón de desahucios desde el año 2008, afectando en su mayoría a mujeres. También recoge que el 70% de las mujeres que han sido desahuciadas sufren algún tipo de trastorno mental. 

Perder tu casa no es algo circunstancial, es una marca invisible que te acompañará el resto de tu vida; junto a la pérdida material cohabitan otros factores que perpetúan la sensación de estar en tierra de nadie, como supone perder la red social generada en tu barrio de siempre, la desescolarización o el cambio de centro escolar de menores -en muchos casos imposibilitada por la propia burocracia-, la incerteza ante el futuro y el estigma social.  Perder la casa es perder una dirección en donde recepcionar el cúmulo de comunicados, certificados y notificaciones que surgen en este contexto, ya que no recibir alguna de estas podría suponer perder oportunidades o entrar en una dinámica de recursos legales interminables ante la indefensión asumida de no tener un lugar fijo de residencia.

Desasosiego, ansiedad, nerviosismo; no siempre es posible compaginar el ritmo que exige compaginar las gestiones con la administración y el trabajo o los cuidados, o todo al mismo tiempo. La sensación de soledad extrema es bastante habitual, pues si bien los grupos vecinales o asociaciones significan un apoyo esencial e importante, no evitan en última instancia el malestar en la vida de estas personas.

Desde el año 2017 en que se aprobó la Renta Garantida Ciudadana (RGC) tan solo ha llegado a un 20% de las personas que lo necesitan. La violencia institucional añadida a esta situación deja a muchas mujeres en los márgenes de esta sociedad de bienestar que parece diseñada para el disfrute de una pequeña proporción de la misma.

Detrás de cada desahucio encontramos historias de vidas que por diversos motivos se encontraron de manera fulminante en una situación de extrema vulnerabilidad. Una historia particular por cada desahucio. El cine ha recreado escenas de desalojos, desde Las uvas de la ira (1940) que reflejan la depresión de los años treinta; hasta las más recientes, rodadas a raíz de la crisis:  Cerca de tu casa (2016) o Techo y comida (2015), pero ninguna película o serie es capaz de superar la realidad.

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Artículo de opinión por Makechu Antón García – Voluntaria de Fundación Mujeres

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