Por David Trueba
Publicado originalmente en El país el 28 de febrero de 2017.
En lo que llevamos de año la cifra de asesinatos de mujeres es espeluznante. La violencia contra ellas por parte de antiguos amantes salpica a hijos, familiares, amigos e incluso a quienes pretenden socorrerlas. Tratar este asunto con rigor exige, en primer lugar, no ignorar el efecto contagio que su exposición mediática provoca con ese perverso matiz por el cual la plasmación de un daño brutal incita a los criminales a causarlo con parecidos propósitos sobre nuevas víctimas. Si estas muertes de mujeres se hubieran producido por actos terroristas habríamos escuchado una respuesta contundente de las autoridades, con una reunión urgente de partidos y reformas en los sistemas de protección, vergonzantemente fallidos. La realidad es que nos encontramos ante un terrorismo cotidiano que amenaza a todas las mujeres y lo peor es que resulta muy difícil cazar a los criminales antes de que causen el daño. Aquí no hay planificación, cursillos de adoctrinamiento ni complicidades de grupo. O a lo mejor sí, también los hay.
Cualquiera que se haya detenido a estudiar las lagunas del sistema de protección a las mujeres en caso de violencia de género conocerá la inmensa soledad en que se encuentran muchas amenazadas. En algunos casos sin la justa protección familiar, el apoyo colectivo y sin que los medios judiciales y policiales tengan ni de lejos los recursos, la agilidad y el personal necesarios para ser eficaces. De nuevo la comparación con los actos de terrorismo ofrece un agravio obvio; ni la alarma social, ni el análisis mediático, ni la respuesta institucional son los exigibles. Nos esforzamos poco por abrir un debate para atajar estos crímenes. No basta la ley, un teléfono gratuito o un carné por puntos sentimental, donde al hacer públicas las condenas por malos tratos se pueda proteger a futuras víctimas de estos conductores de emociones tan perversos.
Pero desde ya podríamos sospechar de asuntos que funcionan rematadamente mal en nuestra sociedad. Para empezar, los valores que adornan las relaciones entre hombres y mujeres continúan siendo perversos y tienden a empeorar con una juventud educada en la violencia y en el aislamiento. La moral del cotilleo y la rancia visión de lo familiar acrecientan la culpa de la mujer en las separaciones y rupturas. Una narrativa que habla de traiciones y falta de ejemplaridad delata a una sociedad aún incapaz de entender la feminidad asociada al derecho a la libertad, la igualdad y la independencia. La actitud criminal de tantos hombres se apoya en un mercado laboral, publicitario, mediático, religioso y político que no nos avergüenza lo suficiente.